No me
gustan los políticos, los vagos, los medradores, los que ansían el poder porque
es la clara señal de su impotencia.
Me
gustan los trabajadores, los que escuchan, los que piensan, los que en vez de
negar cuestionan, la gente con vocación y sin votación porque no escoge, pues
no necesitan gobierno ya que saben gobernarse, los creativos, los constructivos,
los instructivos, los docentes y decentes.
No me
gustan los “antis”, los intolerantes (por bobos), los creyentes (por cómodos),
las gentes que no dudan, los que persiguen la posesión, los autistas, los
borrachos, los abstemios, en definitiva, los extremistas. Siempre que te
diriges al extremo estás al borde de la caída y lo que es peor, pones en
peligro a aquellos que se acercan para bien o para mal.
Me
gustan los que se esfuerzan porque no se sacrifican, los que disfrutan
compartiendo la vida porque saben que es de todos, los que tienen tiempo porque
no tienen prisa, quienes son capaces de entenderse y querer entender, los que
van de frente sin temor a equivocarse aunque podemos equivocarnos, los que
miran a los ojos, o al culo, o a las tetas, o al paquete, porque mirar no hace
daño y hablar tampoco.
No me
gustan los reprimidos porque al final explotan, ni los represores porque son
reprimidos que al final explotan, no me gustan los maleducados porque son
dirigibles, no me gustan los directores porque solo quieren convencer cuando
tratan de argumentar, no me gusta el poder porque con el no puedo.
Me
gusta no gustar, sobre todo a los que no me gustan.