El otro
día, por vez primera, me sentí agobiado e indefenso al acabarse la batería del
“Smartphone” o como narices se llame ese aparato del diablo, ¡qué miedo!,
empiezo a depender de un cacharro, ¿en qué me estaré convirtiendo?
Admiro
a mi esposa, que palabra más adecuada, desde mucho antes de casarme que vivo
esposado a ella y tan a gustito. Ella, es la perfecta antisistema, jamás le han
ingresado la nómina en cuenta, no quiere ningún tipo de tarjeta de crédito, ni
de débito, ni tan siquiera de visita y hasta la Navidad pasada no disponía de
teléfono móvil, ahora sí. El otro día trató de contactar con nosotros, mi hija me
acompañaba en el trabajo, en “La
Parroquia”, los Sphones respectivos
en silencio, mi hijo como casi siempre sin batería, cuando regresábamos a casa
miramos los aparatitos respectivos 6 y 13 llamadas perdidas de Rosa, entramos
al dulce hogar acojonados, la encontramos en pleno ataque de nervios, nos envió
a no quiero decir dónde — ya no me
acuerdo — y
despotricó de la tecnología de incomunicación. No le faltaba razón, ¡qué miedo!
Estoy
por poner un inhibidor de cobertura en el trabajo, es increíble ver como los
parroquianos vienen a un lugar acompañados de amigos, hijos, parejas y pasan la
mayoría del tiempo inmersos en el autismo imbuidos por su Sph, el espectáculo es
estremecedor, ¡qué miedo!. ¿Hay Wi-Fi?, no, eso en el chino, aquí hay: panceta,
morcilla, butifarra, rabo guisado, carrilleras de potro, vino, cerveza
Alhambra, ratafía, paciencia para escuchar y buena conversación para el que
tenga costumbre, la filosofía de mi garito está bien clara en el rótulo que lo
identifica “comer, beber, disfrutar", me faltó poner no hay Wi-Fi,
¿perderé clientes?, ¡qué miedo!, o no, yo no quiero clientes, quiero
parroquianos.
¡Qué
raro! He dispuesto de unos minutos para escribir sin que me reclamara mi odioso
S, ¿habrá desaparecido?, no, ya me reclama, adiós, ¡qué miedo!