El otro
día viendo las noticias de acoso y derribo de la institución monárquica, me
sorprendió que el abucheo de un pelotón, que ni siquiera llegaba a compañía, de
folloneros supuestamente republicanos pusiera la población de Tremp a la vista
de toda España y parte del extranjero.
Desde
muy joven Tremp entró en mi vida como lugar de vacaciones, mi tío abuelo
Francisco residía allí con su esposa Celestina y la pequeña de sus cuatro
hijas, la prima Montse, Sisco era un tío de una pieza, tanto es así que superó
con creces la función de mi abuelo y yo lo adopté como tal. Recuerdo los viajes
desde Barcelona a Tremp en esos enormes taxi Mercedes que se convertían en
auténticas latas de sardinas, ya que para hacer rentable el viaje superaban con
creces la ocupación de cinco plazas, contándonos a los menores como si fuéramos
bolsas de viaje, el trayecto era tortuoso, parada en la Panadella, después paso
por Cervera, las rectas bacheadas hasta Balaguer y como remate la sinuosa
carretera hasta divisar las laderas de los montes del campamento de oficiales
de Talarn, fácilmente identificables pues como si de Hollywood se tratara se
podía leer en ellas unas enormes letras blancas con la leyenda FRANCO, FRANCO,
FRANCO, por triplicado, como si de una vulgar instancia se tratara y donde el
actual monarca, ahora tan cuestionado, contribuyó con su presencia a dar
renombre y esplendor, Tremp le sacaba unos buenos cuartos a esos cadetes cuando
bajaban de paseo a desfogarse de la disciplina cuartelaria, la lectura del
nombre del caudillo despertaba en mí una inmensa alegría ya que significaba que
pronto pararíamos en la puerta de “Cal Alegret”, la familia vivía al lado.
El gran
Sisco cultivaba un huerto a las afueras de la población, pasado el pinatar,
allí recibí mi primera lección de ignorancia ciudadana, los de ciudad nos
consideramos equivocadamente superiores a las gentes de pueblo, la realidad es
que el día que nos falle el rústico pastor, los agricultores y pescadores, el
listillo de ciudad tiene todos los números para desfallecer por inanición, mi labor
en el huerto era básicamente la de porteador, el primer día el tío Sisco me
dijo “portam lo silló”, mi brillante deducción urbana me llevó a la rápida conclusión
de que cansado de tanto cavar necesitaba un sillón para reposar, me pareció
exagerado pero lo más lógico, y a toda velocidad comencé a dirigirme hacia la
casa dispuesto a cargar con un sillón, Sisco me paró de inmediato indicándome el
sencillo recipiente de barro que tan fresquita mantiene el agua, en catalán de
ciudad a eso se le llama canti, en castellano botijo y por esas tierras de
Lleida y parte de la vecina Huesca lo llaman silló, tenía sed, no fatiga, la
gente de campo tarda en fatigarse y cuando lo hace le basta con recostarse bajo
la sombra de un árbol o asentar sus posaderas sobre una roca. La siguiente anécdota,
aunque escatológica, es muy ilustrativa de lo cagado que era, me encontraba
jugando por los alrededores de la estación del tren y mis tripas dieron aviso
de la necesidad perentoria de alivio, raudo me dirigí hacia un hangar cercano y
descuidado dispuesto a obrar de forma urgente, en cuanto comencé a desabrocharme
los pantalones un ejército de escarabajos peloteros comenzaron a precipitarse a
mis pies con unas amenazadoras pinzas dispuestos a ponerse manos a la obra,
nunca mejor dicho, fue tal el pánico que se apoderó del que suscribe que
inmediatamente me estreñí de miedo y abrochándome precipitadamente los
pantalones puse pies en polvorosa, dejando a los temibles insectos coleópteros con
la mierda en los labios.
También
guardo recuerdos que si bien entonces seguían delatándome como finolis de
ciudad, ahora me enfadan por las oportunidades perdidas, la tía Celestina me
enviaba junto con mi prima Montse a realizar la compra diaria, al colmado de su
amiga Pili, cotizadísima por todos los mozos de la comarca más por sus posibles
que por sus encantos físicos, pero era y es una mujer simpática e inteligente
capaz de manejar la situación del modo de mejor conveniencia para sus intereses,
después venía el pan nuestro de cada día, en la panadería los martes y jueves
elaboraban una magnífica “coca de recapte”, coca de masa fina y suave cubierta
con productos de huerta, una especie de pisto, junto con una sardina arenque,
en la actualidad me deleito con tal manjar pero en mi estúpida etapa infantil
de niño mimado ni me complacía la verdura, ni el pescado era santo de mi
devoción ¡qué desperdicio!, por la tarde, preparándose la anochecida, tocaba
asir la lechera y encaminarse hacia la vaquería, esto no era novedad pues en la
década de 1960 en mi barrio barcelonés del Guinardó también disponíamos de
vaquería, pero el proceso de adquirir la leche difería notablemente, por lo
pronto en Barcelona solo veía las enormes lecheras en las que se introducían las
medidas de cuarto, medio o litro para dispensar la leche, si bien olía a vaca verlas no las veía,
en Tremp sí, no tan solo podía acceder al establo, también se ofrecía la
posibilidad de tomar un sorbito de leche del chorrito que salía de la ubre al
ordeñar, el finolis se negaba por supuesto, esa leche era mucho más densa y
fuerte de sabor que la de la ciudad, seguro que la causa era la cristianización
de la leche en Barcelona a la cual se le administraba generosamente el
sacramento del bautismo, la buena leche era otra causa de rechazo del niñato de
los cojones.
Son
muchos más los recuerdos de mi querido Tremp, familia y vecinos, pero no es
cuestión de aburrir con evocaciones tan personales, al fin y al cabo como canta
Alaska a quien le importa…
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